Las cosas que suceden en la adolescencia, etapa de la vida guiada por la desorientación, la duda y la hormona, son imprevisibles. Es un momento de hastío vital, montaña rusa de emociones, descubrimiento de la soledad, del sentimiento de grupo o manada, en fin, de tantas cosas.
El hastío
Finales de los ochenta, 15 años, fin de semana sin planes, aburrimiento, tarde de sábado interminable, otoño casi invierno (ay, la cuesta abajo del otoño, noviembre que rima con diciembre, navidad, lo peor por llegar). Decido tomar el autobús de línea e ir a esos grandes almacenes donde siempre es primavera. (Para los no iniciados, la gran cadena española de almacenes ‘elcortinglés’). Objetivo: el Rubber Soul, ese disco de foto virada y tipografía sicodélica, el también llamado disco americano de los bitels. Entonces, yo no sabía nada de esto, simplemente me obsesionaba esa portada, me gustaba, me sugería, necesitaba, quería ese disco y lo quería ya. La cuestión es que en mis planes no entraba la idea de pagarlo: la cosa consistía en mangar la versión musicasete (asqueroso soporte de antaño, pero con la ventaja de ser infinitamente más reducido en tamaño que un vinilo delator). Sí, mangarlo, hurtarlo, tomarlo prestado, lo sé, yo, clase media bien, con paga semanal, regalos de cumple y navidad, sin estrecheces, con cierta capacidad de ahorro, el niño buenas notas… en fin, sean comprensivos, la adolescencia está necesitada de emociones, de planes, de sueños… y llena de testosterona. La aventura estaba a la vuelta de la esquina, cualquier anecdotilla era susceptible de ser amplificada en el patio carcelario del cole. Este disco merecía el precio del riesgo con doble victoria: la de aumentar mi colección y, por otro lado, vivir la vida intensamente (mangar en el cortinglés, qué atrevimiento… ¡que se jodan!).
Los nervios
Baste decir que entré en los almacenes con un cartel en la frente, en los ojos, en la mueca de la boca. Yo no lo veía, pero debía decir algo así: ‘Hola, vengo a mangar un casete de los Beatles, muchas gracias por su colaboración, son muy amables’. Pasé inevitablemente por la sección de perfumes, bajé al semisótano, di con la sección de discos. Mi capacidad para mantener las pulsaciones a un nivel aceptable, sobretodo en momentos de tensión, es bastante limitada. Me entró náusea. (Vale, tampoco quiero exagerar, no había babeo asqueroso ni tic nervioso alguno; con mi careto ya era suficiente). Deambulé entre las góndolas de vinilos. Me distraje con disimulo sobre la pila de una letra cualquiera. A mi lado, unas chicas siniestras comentaban disco en mano lo mucho que molaban los Inmaculate Fools. Miré alrededor, vi a un par de marujas y poco más. Ningún dependiente. Vía libre: caracoleé hasta la zona de musicasetes y me lancé a la letra B. Fui pasando cintas, clac clac clac clac. Lo encontré. Ahí estaban: las cuatro caras deformadas me miraban, qué poco lucía la portada tan chica. Pero daba igual, ahí estaba la pieza. La agarré para echar un vistazo. Emoción. Más nervios.
La caza
Pero vaya, no hacía falta mirar alrededor: tenía a las dos marujas en mi cogote -una a mi derecha y la otra a mi izquierda- en conversación a gritos cruzada, algo habitual aquí en España. No alarm no surprises: buscaban a Julio Iglesias. ‘¿Lo has visto Mari? pues no lo encuentro Puri…’ (Maldita sea, ¡¡pues dónde va estar Julio!! Julio no está en la puta ‘A’ ni el la ‘B’ ni en la ‘C’, ¡¡Julio estará en la ‘J’ de los cojones, o en la puta ‘I’!!!). Manoseé la cinta. Miré de reojo. Maldije mi suerte. Esperé. Al fin se marcharon y aproveché para quitar el plastiquillo. Sagaz yo, nadie me pararía: si quitaba el plastiquillo no sonaría la alarma. ¡Jajajja!¡No podrían conmigo!
Tengo las manos grandes, no se crean que es fácil quitar la funda a una mierdecilla de esas. Finalmente saqué la cinta de su caja. No había magnético alguno. Devolví de nuevo la cinta a su caja, miré de nuevo alrededor con falta de naturalidad… y la colé en el bolsillo de mi abrigo. Hecho.
La huída
Ahora sólo faltaba recorrer los escasos metros hasta las escaleras mecánicas. Arriba, la luz de la calle, la libertad. Como un poltergeist (corre hacia la luz, cooorreeee), di los pasos con extraña decisión, era como ir flotando. No miré atrás por miedo a convertirme en estatua de sal. Alcancé la escalera, ya casi tenía el pie sobre el primer peldaño, la victoria era mía, podía palparla, ya sentía el aire fresco del otoño en mi nariz, estaba casi a salvo, correría hasta casa, gritaría, escucharía ‘mi’ disco esa misma noche, it’s only loooove and that is all why should I feel the way I doooo! Sí! Sí! Sí!...
NO.
De repente, alguien me agarró del brazo por detrás y una voz me susurró ‘¿me puedes acompañar?’
Pringao
Ahí estaban la Mari y la Puri: las marujas sabuesas... y el cazador cazado. El bochorno, la vergüenza. Cortina roja sobre mi cara. Saqué la cinta del bolsillo . (Me pareció escuchar a Lennon decir ‘pringao’, pero en inglés, sonrisa de medio lado). Dócil, devolví el botín. ‘Qué manía tenéis de quitarle el plastiquito. ¡Que sepas para la próxima que las cintas no llevan alarma!’, dijo Mari, ‘llévatelo tú, que yo me quedo por aquí...’, añadió, y me dejó en manos de Puri.
La humillación
La ventaja de que te detengan un par de marus –la poli secreta del cortinglés- es el lado maternal, su capacidad para la ternura, algo impensable en el caso de un rudo picoleto o un nacional. Puri me llevó a la primera planta, ella delante, yo detrás como un corderito suplicante: no avisen a mis padres, por favor. La humillación, la impotencia, la falta de reflexión previa me impedía dar una respuesta digna al problema creado; no tenía capacidad de respuesta. Me veía ganador, jamás había reparado en la posibilidad de la derrota. Pasamos una puerta de personal y tras un laberinto de pasillos llegamos a la garita del segurata de turno. Me pidieron el documento y registraron mis datos. Estaba fichado. En ese momento, Puri se apiadó de mi y me dijo bajito, en confidencia: no te preocupes, no escribiremos ninguna carta a tus padres. Fui escupido a la calle por una portezuela secundaria. Se hacía de noche; aturdido, me arrastré hasta la parada de autobús. Regresé a casa.
Alma de goma
La semana siguiente fue un continuo abrir y cerrar de buzón, mañana y tarde, día tras día, en busca de la fatídica carta. Pero Puri tenía razón, nunca llegó.
Compré el Rubber Soul al año siguiente, en vinilo edición americana con la galleta de la manzana grande y reluciente. Flipé con las canciones. Cuánta emoción. Esta vez los pequeños secretos fueron ‘You won’t see me’ (so aaaaact your age) y el bajo fuzz y la propia canción de Harrison ‘Think for yourself’. Pero vamos, el disco es un diez, una obra maestra: se merecía el riesgo que corrí y mucho más a pesar de la humillación. Por un disco así lo volvería hacer... y probablemente me volverían a pillar. Gajes de la falta de oficio.
(¿Dónde andarán las marus sabueso al día de hoy? Si leen esto por favor escriban, se las echa de menos).
Fin de temporada
Hace 1 año